Hablar del gobierno en Irak en las últimas décadas es,
inevitablemente, hacerlo de la trayectoria de su líder, Saddam Hussein,
quien estuvo en el poder desde 1979 hasta la invasión del país árabe
por los Estados Unidos y sus aliados.
Saddam, nacido en Tikrit al igual que el hombre con el que quería
compararse, Saladino, héroe de los musulmanes durante las cruzadas, fue a
vivir a Bagdad en plena efervescencia anticolonial, cuando los
estudiantes y diversas organizaciones civiles y paramilitares se
enfrentaban abiertamente al dominio británico.
Pronto, con apenas 20 años, se afilió al Parido Baas, un partido que
se autodenominaba laico, socialista y panárabe. Sus actividades políticas comenzaron a tornarse más activas en 1959.
No fue hasta 1963 cuando pudo volver a Irak. Allí se había producido
otro golpe militar, esta vez a manos del partido de Saddam, junto con
otros grupos de parecida ideología, que había tomado el poder.
Saddam consigue entrar en la cúpula del nuevo gobierno y, desde allí,
comenzó a manejar los hilos que lo llevarían hasta la presidencia. Los
primeros años fueron duros para los baasistas, ya que fueron purgados de
los puestos de poder y Saddam acabó en la cárcel.
Su sangrienta manera de hacer política no tarda mucho en aparecer:
contra los disidentes, con purgas políticas que afectan a todos los que
están en contra del régimen, y dentro del mismo partido, en el que
coloca a gente de confianza, de su mismo clan, en los puestos claves. En
poco tiempo se convierte en el hombre fuerte del país, aunque la
Presidencia la ejerza, nominalmente, Ahmed Hassan al-Bakr.
La dimisión de al-Bakr le abre las puertas para autonombrarse Presidente de Irak, además de acumular el resto de los cargos disponibles, como Jefe del Ejercito o Secretario General del Partido.
La dimisión de al-Bakr le abre las puertas para autonombrarse Presidente de Irak, además de acumular el resto de los cargos disponibles, como Jefe del Ejercito o Secretario General del Partido.
El régimen que instaura Saddam Hussein se basa en un liderazgo
personalista al máximo.
Las purgas en sus primeras semanas en el poder son constantes.
Afectan tanto a opositores como a miembros del partido o del ejercito, a
los que sustituye por sus propios partidarios.
En el aspecto exterior, Saddam supo jugar perfectamente, en sus
primeros años, con la geopolítica mundial de la guerra fría. Así, aunque
pierde el favor de Moscú al perseguir al Partido Comunista, empieza a
ganar apoyos de las potencias occidentales. La Revolución iraní jugó en
este aspecto a favor del dictador, ya que pudo presentarse como el dique
frente al islamismo chii que representaban los ayatolah.
En 1980 Saddam lanza su primer órdago militar: invade Irán, no sin
antes haber desatado una oleada de represión contra sus conciudadanos
chiies (si bien es verdad que estos estaban siendo armados por Irán de
cara a enfrentarse con el gobierno iraquí).
La guerra, cruenta e interminable (8 largos años), deja bien a las
claras la crueldad con la que podía actuar Saddam, así como la
hipocresía de occidente. El ejercito iraquí, pertrechado por las
potencias occidentales, sobre todo por los Estados Unidos y Francia,
intentó una guerra relámpago contra su vecino, pero la demografía de la
antigua Persia, con una población muy superior, la hizo imposible.
Ni siquiera los bombardeos con armas química, vendidas por los EE.UU. Por otra
parte, consigue que los Estados Unidos lo saquen de la lista de naciones
que apoyaban el terrorismo y restablece las relaciones diplomáticas
rotas hacía años.
Particularmente comprometida fue la visita que, en 1983, realiza
Donald Rumsfeld a Bagdad, para entrevistarse con el dictador que, años
después se empeñaría en derrocar y al que entonces le vendía armas
químicas. Estás, además, no fueron solo utilizadas contra Irán, sino que
formaron parte de la campaña contra los kurdos
que emprende Saddam en 1988 y que culmina con el bombardeo con gases
mostaza, sarín y otros de la localidad de Halabaj, que provocó unas 4000
bajas civiles.
A pesar de todo, Irán resiste, y se establece una especie de empate
técnico: ni occidente iba a dejar de apoyar a Irak ante los Ayatolah, ni
Irán caía en sus manos. Así, en 1988, agotados ambos pueblos la guerra
termina, oficialmente sin vencedores ni vencidos pero con centenares de
miles de muertos.
Aún así, el régimen iraquí se declaró vencedor de la contienda, un
vencedor que había sufrido enormes perdidas económicas y se había
endeudado hasta límites insostenibles para cualquier economía.
Por esto, Saddam volvió la mirada hacia otro lugar, Kuwait, un lugar
que los iraquíes siempre habían considerado su novena provincia (no les
faltaba parte de razón, ya que el emirato no era más que un ente
artificial creado por las potencias coloniales y su territorio había
formado parte del mismo ente durante mucho tiempo) y, por si fuera poco,
un lugar repleto de lo que un pensador llamó “la maldición de los
países árabes”, el petróleo.
Como antes con Irán, el dictador iraquí comenzó a preparar el
terreno. Hay que tener en cuenta que Saddam pensaba, ya que hasta
entonces así había sido, que los Estados Unidos no iban a enfrentarse a
él (más bien al contrario) y menos por un pequeño país sin demasiada
importancia.
Kuwait (que, por otra parte, había financiado generosamente la guerra contra Irán), junto con la OPEP,
estaba entonces abaratando el precio del barril de petróleo a base de
subir la producción. Esto le venía muy mal a los iraquíes, que sufrían,
como hemos comentado, una tremenda crisis.
En 1990, Bagdad denuncia que Kuwait está sustrayendo de forma ilegal
petróleo de unos pozos que amos países compartían. Más adelante,
continuó con una escalada de reivindicaciones territoriales: al
principio una pequeñas islas, después el emirato al completo.
Finalmente, como es bien sabido, el ejercito iraquí invade Kuwait en Agosto de 1990, logrando una rápida penetración en su territorio, hasta llegar a la capital, Kuwait City.
Sin embargo, el órdago de Saddam está vez iba a salirle muy mal.
Estados Unidos enseguida exige la retirada del ejercito. Los motivos de
los movimientos internacionales de esos meses se confunden en un
muestrario de lo que Churchill definió como política internacional:
“Gran Bretaña no tiene amigos, tiene intereses”.
Lo que parece seguro, y fue publicado por la prensa norteamericana,
es que Saddam pensaba que EE.UU no iba a intervenir. De hecho, una
entrevista que mantuvo con la embajadora en Bagdad, le hizo pensar que
esta postura era l oficial del gobierno de Washington. La verdad sobre
esa entrevista quedará oculta durante mucho tiempo, si alguna vez se
conoce, pero el resultado fue que Irak se lanza a la invasión sin pensar
en encontrar oposición internacional.
Como hemos señalado, el Presidente estadounidense, George Bush padre,
exige de inmediato la retirada y, al no ser atendida la exigencia,
comienza a aglutinar un heterogéneo grupo de países aliados. Entre
ellos, y quizás sea parte de la clave en la postura de los Estados
Unidos dada las relaciones entre ambos estados y entre los Bush y los
Saud, Arabia Saudí, que teme que la invasión sea la antesala de un
ataque a su país.
Así, pocos meses después, la Operación Escudo del Desierto se pone en
marcha. La impresionante maquinaria bélica que se puso en marcha
desaloja en pocas jornadas al sobrevalorado ejercito iraquí y penetra en
suelo de Irak. Ninguna de las bravatas de Saddam, incluido el
lanzamiento de misiles contra Israel (destruidos en su gran mayoría
antes de tocar el suelo), logran que su posición en Kuwait sea más
fuerte.
Los ejercitos de la coalición llegan hasta las puertas de Bagdad. Sin
embargo, no llegan a entrar en la capital. Por razones poco claras, el
régimen de Saddam no es derrocado. Lo único que hace Estados Unidos es
alentar la rebelión de los kurdos y de los chiies, esperando que sea la
oposición interior la que haga el trabajo.
Ambas facciones se quejaron más tarde amargamente de haber sido
manipulados. Efectivamente, cuando se produce el levantamiento en
algunas provincias y esperan apoyo desde EE.UU, estos no hacen
movimiento alguno, a pesar de la reacción desproporcionada del aparato
represor iraquí.
A partir de ese momento, el poderío de Saddam queda muy debilitado. Durante años, y merced a una resolución de la ONU
que establece zonas de exclusión aérea para los iraquíes, los gobiernos
británicos y estadounidense (que habían aprovechado para instalar bases
militares permanentes en los países limítrofes a Irak, como el propio
Kuwait y Arabia Saudí), bombardean regularmente posiciones militares
iraquíes, debilitando aún más su ejercito. De hecho podemos considerar
que la zona kurda del norte del país vivía en una cuasi-independencia
desde entonces.
La situación permanece en un status quo durante años. El desarme
iraquí, vigilado por la ONU, va dando pasos atrás y adelante durante
toda una década. Saddam continúa con sus bravatas ocasionales y trata de
darle un barniz religioso a su gobierno, recuperando incluso en su
bandera el lema “Ala es el más grande”, con la esperanza de ganar el
apoyo de las naciones árabes.
No fue hasta la llegada de George Bush hijo, cuando la situación dio
un giro. El 11S había dejado traumatizada a la potencia mundial y
después de la invasión de Afganistán, los ojos de Washington se vuelven hacia el viejo enemigo.
Las causas de la fijación en esta ocasión contra Saddam son demasiado
variadas para poder ser analizadas aquí. Se ha hablado de la famosa
frase de Bush afirmando “es el hombre que intentó matar a mi papa” para
hacer ver que la enemistad personal había influido. Igualmente parece
claro el interés de los Estados Unidos por controlar el petróleo iraquí,
en una época en la que dudaba del aliado saudí.
En definitiva, sabemos lo que Estados Unidos alegó para dar su
ultimátum a Saddam. En un primer momento fue su posible simpatía por los
movimientos islamistas internacionales, pero esto se demostró incierto
en todo momento. Igualmente, esta la famosa cuestión de las armas de
destrucción masiva que supuestamente Saddam atesoraba y que lo
convertían en un peligro. Como sabemos, las famosas armas no solo no
aparecieron, sino que algunas de las pruebas que se presentaron eran
falsas y, además, la ONU (a la que se encomendó Saddam en el último
momento, destruyendo incluso los pocos misiles que le quedaban) estaba
inspeccionado la zona si hallar nada.
Por último, y quizás la única realidad de lo que entonces se dijo,
era la cuestión de los derechos humanos. El gobierno de Saddam fue
sangriento en ese tema, las minorías (y la mayoría, esto es, los chiies)
fueron aplastadas y sus ataque con armas químicas durante años fueron
auténticas matanzas. Sin embargo, no parece que fuera este el motivo del
ataque: al fin y al cabo, Estados Unidos apoya regímenes igualmente
poco recomendables y no hay que olvidar que las armas químicas que
empleó Saddam contra Irán y en sus primeros ataques a los kurdos venían
de Washington.
Sea como fuera, lo cierto es que Estados Unidos, apoyado por otros
países, sobre todo Gran Bretaña, invadió Irak en 2003. De nuevo, a pesar
de las bravatas de Saddam, el ejercito estadounidense tardó poco en
llegar a Bagdad. En pocas horas, el gobierno de Saddam Hussein había
sido derrocado.
Después de eso, Saddam logra huir y se esconde en el último reducto
que le queda: Tikrit, el feudo de su familia. No aparece, a pesar de la
intensa búsqueda, hasta diciembre de ese mismo año. Dos años después,
tras un juicio en el que la pena ya se conocía de antemano, Saddam
Hussein es condenado a muerte. El dictador, con las manos ensangrentadas
después de décadas, es ahorcado el 30 de Diciembre de 2006, no sin
antes intentar defenderse. Había muerto el hombre que se creyó Saladino.
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